Cuando nos decidimos a dar el paso de la película química al formato digital nos enfrentamos a una nueva manera de hacer fotografía. Quizás no en el momento de disparar, pero sí en todo lo que viene a continuación. La imagen digital es muy versátil y acabará dándonos muchas satisfacciones en cuanto asimilemos un par de conceptos que, en un principio, nos pueden liar. Uno de ellos es la resolución, un parámetro más simple de lo que el uso indiscriminado de esta palabra mágica hace parecer.
En un sentido amplio, resolución se refiere a la capacidad de una tecnología o un mecanismo para reflejar los detalles de una imagen.
La forma de traducir una fotografía en bits para poder manejarla como archivo informático es dividirla según una malla de filas y columnas. A las unidades resultantes se les llama píxeles: son todos del mismo tamaño y representan áreas cuadradas de la imagen original.
Si dividimos la imagen en pocos píxeles, podremos codificarla con poca información, pero seguramente perderemos mucho detalle, por lo que decimos que tiene poca resolución. Si la dividimos en muchas más partes, éstas llegarán a ser tan pequeñas que no las distinguiremos. La visión de la imagen será mucho mejor y más detallada, pero también mucho más costosa en bits. Un aspecto importante es que, salvo limitaciones en la tecnología que utilicemos, el tamaño y la frecuencia de los píxeles siempre son a voluntad nuestra.
Los frecuentes equívocos en el uso de la palabra resolución se resuelven distinguiendo en la imagen tres tipos de tamaño: en píxeles, informático y superficial.
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